9.4.13


Sólo la áspera madera dejaba entrar unas agujas de luz del exterior. Ya no notaba sus pies, no respondían. Sólo se movían para tiritar de frío y miedo. La penumbra se había apoderado de sus ojos, los cuales ya no recordaba si tenía abiertos o los había cerrado para siempre. Sus uñas ya no sentían su piel, clavándose a cada minuto con fuerza. No encontraba su cuerpo, sólo sentía el peso de su propia espalda astillada meciéndose sobre sí misma.

No era agradable. Pero tampoco recordaba el significado de esa palabra. Hacía mucho tiempo que no recibía nada del exterior que se lo recordara: no echaba de menos el calor, una brisa, una llamada,… Ya no sabía si había dejado de escuchar o si, por el contrario, en realidad ya no quedaba nada ahí fuera.

Ni siquiera las ratas habían regresado a roerle los últimos jirones de aquel castigo.

De pronto, y como si alguien hubiera escuchado sus pensamientos desde el agujero más profundo del mundo, unos pasos se acercaron a ella. Caminaban lentos, sin prisa, buscándola, cada vez más cerca.

Quiso moverse. Quiso pedir ayuda. Quiso gritar. Despegó los labios y desnudó su garganta. De su boca no pudo salir ni siquiera un último suspiro. 

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