Las gotas caían sobre nuestra ropa, calándonos
hasta las entrañas. Pronto la luz que quedaba no era más que el destello
cobrizo de un par de velas. El telón de la noche no se resistió ni un momento
en bajar y anunciar el final del día. Nunca imaginé que el crepúsculo traicionaba tan rápido cuando más
le necesitabas.
Entonces la vi.
Enfundada en una gabardina, y cubriendo su
pelo y sus ojos con un oscuro sombrero.
Nuestras pupilas se cruzaron, rasgando el aire
que nos separaban. Su mirada parecía transmitirme palabras que no acertaba a
comprender. Sólo conseguía traducir ojos que por fin habían despertado de un largo sueño... o de una
larga pesadilla. La sangre se me heló y en un instante
fui incapaz de contar los alfileres que se me clavaban uno a uno, como astillas
de hielo y sin previo aviso, por cada milímetro de piel. Hasta ese día no fui
consciente de que el cuerpo humano albergaba tantos poros. Un nudo subió desde
mi estómago hasta la garganta y contuve mis ganas de llorar.
Desvié la mirada y mis ojos encontraron la
caja de madera negra descendiendo poco a poco. La oscuridad la devoraba
mientras la voz de un hombre retumbaba, pretendiendo salvar algo de su alma.
Miles de sombras se dibujaron en cada rincón. Por sorpresa de todos, ella
avanzó unos pasos y dejó caer una rosa de color rojo que sostenía entre sus
dedos. Por un instante me pareció distinguir una lágrima del mismo color
rodando por sus mejillas hasta la comisura de sus labios.
Quise tragar saliva.
Pero la boca se me había secado en un segundo.
Cuando mi cuerpo y mi alma reaccionaron, me
dispuse a buscar de nuevo con sus ojos, esperando encontrar tristeza y
desesperación. Quería consolarla aunque fuera con una sola mirada. Deseaba
saber qué hacer. Cómo ayudar a enterrar tantísimos recuerdos.
Era demasiado tarde... No volví a verla más.
La oscuridad y la niebla no dejaron rastro de ella.
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