Y entonces sonó. Sin mirar el reloj, salí apresuradamente del barullo, esquivé el centenar de figuras que se amontonaban, sabiendo que había llegado la hora. Mi equipaje apenas pesaba: viejas cartas, algo de ropa y una antigua cámara de fotos que ya había tomado los mejores momentos de mi vida. Así que, sin saber muy bien cómo, embarqué y me vi en la cubierta, intentando recuperar el aliento.
No fue muy sencillo. Mis músculos se volvieron de hormigón y una bomba parecía que se había infiltrado en mi pecho: Me encontré con su mirada. Entre todas esas mujeres, con sus pañuelos blancos en la mano y sus lágrimas sinceras en los ojos; entre esos críos con sus sonrisas ingenuas pensando que papá volverá pronto; entre esas despedidas impregnadas de sinceros "te echaré de menos"; entre esos colegas con cigarrillos en la boca, brindando por ser ésa la la última de muchas otras...
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pues podría decir que esa mirada valía más que mil imágenes. El aire me faltaba. El pecho quería independizarse de mi cuerpo. No soy capaz de explicar qué sentí. Naufragué en sus ojos y tampoco sé qué sentía ella. Es como... Sí, parece una locura, pero es como si no sintiera nada. Ni penas, ni glorias. No quería gritarme un "hasta pronto" como los miles que se escucharon esa tarde. No sentía que me fuera a echar de menos, ni que quisiera abrazarme por última vez. No percibí ni un ápice de arrepentimiento al dejarme marchar...
Blanca. Pálida. Fría. Vacía.
Y sin embargo, yo no podía dejar de observarla. Algo incontrolable se apoderó de mí y estuve a punto de saltar al vacío. Ella simplemente sostenía la mirada. Sus labios parecían estar esculpidos en el mármol de su rostro. Cuando perdí el equilibrio su gesto ni se inmutó. En la vida había encontrado en ella una mirada tan moribunda.
Ojos muertos. Ojos vacíos... Vacíos de mí.